Las minas y las aguas en una nueva Constitución
Winston Alburquenque T.

Mercurio Legal, 26 de octubre de 2020
Las minas y las aguas en la actual Constitución han tenido un tratamiento muy distinto. Tal como ese cuento de Borges, el Jardín de senderos que se bifurcan, donde las vidas de sus protagonistas están irremediablemente unidas, estos dos recursos naturales se juntan en la Constitución de 1980, después de “traumas” que explican su desarrollo constitucional: el proceso de nacionalización de la gran minería del cobre, por un lado, y la reforma agraria, por el otro.
La minería y las aguas venían de un proceso de mayor dominio estatal, desde fines de los 60 y principios de los 70, lo que hacía anticipar que en una nueva Constitución, en un gobierno antagónico, debería haber desarrollado una regulación con inspiración privatista y con un protagonismo del derecho de propiedad sobre ambas. Sin embargo, la historia dijo otra cosa y sus caminos siguieron derroteros distintos.
En relación a las aguas, los pronósticos se cumplieron y la letra de la Constitución fue coherente con los ánimos jurídicos de 1980, estableciéndose un derecho de propiedad sobre las aguas. Incluso, a contrapelo con lo dispuesto en el Código Civil en ese momento y, un año más tarde, en el Código de Aguas, que trataban a las aguas como bienes nacionales de uso público.
La gran sorpresa estuvo en la minería, ya que el texto de la actual Constitución, en lo referente a la propiedad de las minas, es idéntico a la reforma de la Constitución de 1925 realizada el año 1971, que permitió el proceso de nacionalización de la gran minería del cobre: “El Estado tiene el dominio absoluto, exclusivo, inalienable e imprescriptible de todas las minas”. Sin embargo, lo que pudo haber sido una frase nefasta para reencantar a los inversionistas extranjeros se transformó, con una buena fórmula de protección a la concesión minera, en la base institucional para la mejor época de desarrollo minero que ha tenido en nuestra historia. ¿Cuál fue el secreto? Establecer un título intermedio —la concesión minera— con la mayor protección jurídica posible a los particulares y establecer, a nivel de Ley Orgánica Constitucional, una fórmula de cálculo para la indemnización, en el caso que se ejecuten expropiaciones de yacimientos a los concesionarios.
La razón para que las minas y las aguas hayan tenido un tratamiento constitucional tan diferente, aun cuando venían de orígenes similares, pudo obedecer a que las aguas, en 1980, eran solo un problema de los grandes agricultores de la época, mientras que la minería era un asunto nacional: el “sueldo de Chile” o la “viga maestra”, como se le decía a la industria del cobre. Por lo tanto, si en algo debía hacerse una excepción a la propiedad de los privados era en la minería, por una razón de estrategia geopolítica.
Hoy la realidad es otra, no respecto de la minería, que sigue siendo la principal actividad económica de Chile, pero sí en relación a las aguas, donde se cruza una mayor demanda (más actores y cada vez más grandes) y una menor oferta (sequía). El agua está en el pliego de peticiones del “estallido social”, basta ver los graffiti “yuta asesina”, junto a “deroguen el Código de Aguas”. Claramente, el interés por las minas y las aguas, dentro de un nuevo proceso constituyente, empieza a equipararse. Los senderos empiezan a juntarse nuevamente. Y creo que no va por el lado de privatizar las minas, sino que, muy por el contrario, irían por la vereda de restringir el dominio de los privados sobre las aguas. La pregunta es hasta dónde.
Y para responder a esa interrogante debemos revisar la historia fallida de reformas constitucionales en esta materia y ver lo que establecen las constituciones de otros países. A nivel nacional, hay proyectos de reforma constitucional que van en el sentido de que se elimine el derecho de propiedad sobre las aguas (Boletín 12.970-07), que estas sean declaradas como bien nacional de uso público (Boletín 6268- 07 y 12.961-07) y otros que buscan que sean declaradas de dominio estatal (Boletín 9525-07). Todos actualmente en tramitación sin urgencia. A nivel internacional, las aguas han sido declaradas dominio del Estado en las constituciones de Irlanda (1937), Portugal (1976), Brasil (1988) y Uruguay (1966).
Una nueva Constitución en materia de aguas debería tener las siguientes tendencias: eliminar el actual sentido de propiedad sobre las mismas y elegir entre calificarlas como un bien nacional de uso público o establecer un dominio estatal sobre las aguas, tal como están consagradas actualmente las minas. Si se elige esta última alternativa, deberán tomarse las mismas precauciones y crearse un triunvirato de títulos, dando al privado una concesión que tenga todas las seguridades jurídicas que permitan un uso certero y sólido. Tal vez, sus senderos vuelvan a unirse en el jardín de una nueva Constitución.